Un hechizo bajo el olivo
Imaginen que entran a un festival de música y no suena música. Que la gente conversa, disfruta del atardecer y del paisaje sin prisa alguna. Estamos en el Mortfort, una iniciativa del grupo barcelonés Seward que propone otra manera de disfrutar los conciertos. Estamos, de hecho, en la Fundació L’Olivar de Ventalló, en el Empordà, un espacio al aire libre que ha cedido el escultor Enric Pladevall para que media docena de artistas actúen durante una noche entre sus monumentales esculturas.
Algo más de 100 personas se han citado en este plácido entorno a través de una cuenta de email. El ambiente es exageradamente relajado. Pasa una hora y media y sigue sin sonar música. Ni siquiera ambiental. La tramontana pone la banda sonora, azota con creciente energía mientras empieza a anochecer. De repente, los músicos de Seward inician un cacofónico pasacalles que conduce al público tras un gigante muro curvado de hierro sobre el que reposa inclinado un descomunal tronco de árbol. Allí está Mau Boada, alias Esperit!, cantando con tres amigos. Juntos parecen músicos ambulantes. En cierto modo, Boada siempre ha sido un músico ambulante.
Anochece lentamente y el público se desplaza a otro rincón donde Os Meus Shorts ofrece el único directo electrificado. Su música, instrumental y libre, pudiera sonar incómoda, pero hoy resulta divertida y sorprendente. Roig puede hacer sonar su guitarra eléctrica como una vaca. Y Marcel.lí Bayer extrae del clarinete un zumbido de moscas borrachas. El público ilumina a los músicos con linternas. Y cuando Roig, incómodo por el sonido de su guitarra, busca la ayuda de uno de los organizadores y exclama ‘¿dónde está Juan?’, alguien del público responde: ‘Aquí todos somos Juan”. Aquí no hay técnicos ni regidores de escenario porque no hay escenarios que regir.
Ese sonido irrepetible
El propio Bayer se planta luego bajo un olivo con sus instrumentos de viento y extrae sonidos inimaginados. En la montaña, a lo lejos, un perro aúlla enloquecido. Inspirado por el entorno, se anima a soplar contra una escultura metálica de Pladevall que imita una bala de paja. Jamás en su vida volverá a extraer ese sonido. Jamás en la vida volveremos a escucharlo. Todo eso es lo que pretendían Seward al organizar este festival. Que el entorno geográfico y la relación con el público, que pagará el dinero que considere ajustado a la velada, convierta la experiencia en algo inesperado. Los propios Seward ofrecen uno de sus pases frágiles y desequilibrados ante la pieza más imponente de Pladevall: un monolito de hierro de más de 15 metros de altura adosado a un tronco de la misma altura. El público observa sus evoluciones por el espacio con la misma atención con que después atenderá a Ljubliana & the Seawolf.
Es la una y Ferran Palau se dispone a clausurar el festival justo al revés de como se cierra la mayoría de festivales. Aquí no habrá sesión de discjockey, bombo y euforia fiestera, sino un cantautor a pelo. El viento azota con fuerza el olivo que tiene al lado. La tramontana ahoga su voz. El silencio no existe. El silencio es una actitud, una predisposición a la escucha. Y conforme Palau desliza sus canciones, el público va alargando el cuello y acomodando el tímpano para escuchar sus versos.
Durante ‘El meu lament’ el viento amaina y las voces de varias mujeres y hombres forman un improvisado y tímido coro. Estamos en 2016, pero la escena podría ser de 1016. De antes de la electrificación y la industria del ocio. De cuando la música era un ritual de comunión y escucha alrededor de la cual planeaba la sombra del hechizo. Y tras cuatro horas de conciertos, ese hechizo se produce. En realidad, ese hechizo es la razón por la que salimos de casa a escuchar música en vivo. Pero hay que cultivar esa con tesón y cariño. Y el entorno es un factor clave.
Las cintas de plástico que delimitan el espacio transitable y los vigilantes subsaharianos ubicados en distintos rincones del recinto han restado potencia política al festival. Las cintas ya no se ven, pero la tramontana las hace vibrar, generando un ruido molesto y artificial: es el sonido de la prohibición. Aun así, nada anula la belleza del paisaje, el estrellado cielo que nos arropa, la imponente presencia de las esculturas de Pladevall, la experiencia de llegar hasta L’Olivar y el eco profundo de los versos de Palau. “Aquest Déu es inmmortal, però no cura les ferides”, canta.
Antes de despedirse, el de Esparreguera nos devuelve a la realidad con unas palabras sobre el festival Mortfort. Palau dice que todo depende de nosotros, que entre creadores y público debemos hacer nuestro este certamen y ayudarlo a crecer. “Y dentro de diez años podremos traer a Wilco”, suelta. El público capta la broma al instante. No todos los festivales tiene por qué seguir el mismo camino.