Actuar a escondidas
Mientras unos municipios que reinventan su fiesta mayor, otros, en las mismas fechas, se cierran en banda a organizar cualquier acto en la vía pública. Ese ha sido el caso de Vilassar de Mar. Su ayuntamiento decidió que este año la fiesta mayor solo sería virtual, pero algunos jóvenes del pueblo montaron un desafiante programa de festejos alternativo: con su lectura de pregón, su torneo deportivo, su concurso de decoración de calles y su tradicional penjada de l’ase; de cartón, eso sí. Todas, cumpliendo rigurosamente los protocolos anticontagio.
Una de las actividades más exitosas de esta fiesta mayor clandestina fue la ruta de conciertos del lunes. Sobraron casas para acoger actuaciones y las 90 entradas, 15 para cada uno de los seis grupos, volaron en dos horas. Todo se organizó y comunicó vía whatsapp. La primera dirección de cada ruta se envió unas horas antes. Seis personas guiarían al público hasta el resto de casas. Todo, para evitar que la información llegara al consistorio y enviase a la policía.
Danzar y desobedecer
Uno de los recorridos partía en una casa de la calle Santa Coloma. En la puerta, la propietaria recibía al público con un frasco de gel hidroalcohólico. Quince personas se acomodaron en el comedor, despejado de muebles y más grande que el camerino del 90% de locales de conciertos de España. En una esquina, la batería de Salvador Induráin. Y entrando por el pasillo, la bailarina Maragda. Si verla danzar en la penumbra de aquella estancia ya resultaba insólito, más lo era esa fila de espectadores enmascarados y sentados frente a ella como un jurado siniestro. “Gracias por venir y por desobedecer”, dijo Maragda antes de despedirlos. Ellos se iban. Ella se quedaba para danzar ante el siguiente grupo.
La ruta siguió en el patio interior de una casa antigua. Bajo el limonero, la guitarrista Elisabeth Roma pellizcaba las cuerdas mientras Rita Payés entonaba sinuosos versos brasileños. “Imagina, imagina / Hoy por la noche la gente se pierde”. Algunos pájaros se sumaron a su trino y cuando empuñó el trombón varios vecinos se asomaron al balcón. Pocas veces una composición de Jobim ha sonado tan desafiante. Aunque por un instante lo olvidásemos, aquella embelesadora interpretación estaba desoyendo la normativa del ayuntamiento.
Un ‘gegant’ negrero
La fiesta mayor de Vilassar de Mar ya andaba revuelta últimamente. Hace cinco años se constituyó el colectivo La Rierada cuya intención no es ya organizar una celebración alternativa sino disputar la centralidad de una fiesta oficial que, dicen, glorifica la figura de los indianos. La que propone La Rierada busca reforzar el tejido vecinal y el poder popular reivindicando los tres oficios obreros del pueblo: los pescadores, los agricultores y los mestres d’aixa o fabricantes de barcos. Tienen entre ceja y ceja derrocar a El Pigat, el gegant que representa a Joan Mas Roig, antepasado del expresident Artur Mas, y que hizo fortuna a mediados del siglo XIX transportando esclavos a Cuba. La mentalidad colonial mantiene un fuerte arraigo en Vilassar de Mar. En la cabalgata del año pasado, el rey Baltasar aún era un hombre blanco con la cara pintada de negro.
Un jardín de la calle Cristòfor Colom con más espacio que la sala Sidecar acogió el recital de poesía de Cesca Fora que la guitarrista Núria Casares acolchaba con piezas de Williams, Granados y Tàrrega. Tras ellas, una sábana con la frase: “La cultura no es retalla: es defensa”. Desde la calle asomaba el oído algún paseante. Pero la afluencia de curiosos sería aún mayor en las mansiones del paseo frente al mar. En una, la Sant Pau Rhum Band no tardó en satisfacer al público con ‘La rumba de Vilassar’. Cinco puertas más allá, el groove soulero de cuatro jóvenes de pueblo aportaba la enésima prueba del nivel musical de Vilassar de Mar. Ahí estaban el teclista Bernat Casares, el batería Ferran Samper, la quinceañera cantante Elisenda Caballé y su hermano Ignasi tocando la trompeta con la mano que no tenía escayolada; meciendo juntos y con pasmosa naturalidad títulos de Norah Jones, José James y Daniel Caesar.
Y la guinda en el terrado
Aunque cueste creerlo, lo mejor estaba por llegar. En la ubicación más modesta de la ruta, el terrado comunitario de un bloque de tres pisos, faltaba el concierto de Judit Neddermann con Ferran Savall. Para colmo Sílvia Pérez Cruz estaba entre el público con visibles ganas de cantar después de tantos meses de confinamiento. Las voces de Ferran y Judit se entrelazaban y acariciaban en aquel terrado frente al mar. “¿Habéis fluido, no?”, soltó una amiga entre risas. Sílvia aplaudía feliz, pero pronto la arrancaron de su silla. Judit sonreía tanto que apenas podía cantar. Ferran templó la guitarra y sus tres voces volaron como golondrinas hacia la puesta de sol. “Qué pena tener que hacer esto de forma clandestina”, lamentó alguien.
Era noche cerrada y nadie sabía ni quería romper el hechizo. Un vecino resumió lo que todos pensaban: “Recordaremos siempre este Sant Joan. Por muchas razones”. Una vecina ya había lanzado el órdago: “Esto hay que repetirlo cada año”. ¿Por qué no? Las tradiciones más arraigadas de las fiestas mayores nacieron de situaciones inusuales como la que ha vivido Vilassar de Mar este coronavírico verano. Los impulsores de la ruta temen represalias del ayuntamiento, aunque abajo, en la calle, la clientela de los restaurantes cenaba mucho más apretada que en cualquiera de sus conciertos. Y sin mascarilla, claro.
Y el jueves, la traca final. Aunque el ayuntamiento también había anulado los fuegos artificiales, desde varios terrados se dispararon cohetes voladores para clausurar esta extrañísima fiesta mayor. El color del último cohete suele anunciar el ganador del concurso de engalanar calles. Este año se lanzaron de los tres colores, concluyendo que todos los participantes, fueran pescadores, agricultores o mestres d’aixa, habían ganado; que todo el pueblo había ganado.