Los sonidos del silencio
Shhhhh. Quien más quien menos ha salido estos días al balcón o a la terraza a escuchar el silencio. La reducción del tráfico durante el confinamiento nos ha descubierto un paisaje sonoro que teníamos ahí delante, pero que no podíamos percibir. Habíamos olvidado que existe. Y no solo existe, sino que estos días se nos ha manifestado en su máximo esplendor. Son días de gran excitación para artistas sonoros que trabajan con grabaciones de campo. Como Edu Comelles.
Este barcelonés sabe de sobra que lo que hemos disfrutado estos días, y que con la desescalada ya está desapareciendo, no era ni mucho menos silencio. “Si vas por la calle Aragó de Barcelona, el espectro sonoro está dominado por los coches. Pero si eliminas la capa ‘coches’, descubres un montón de sonidos que estábamos obviando. Puede ser una persona tendiendo la ropa en el balcón, alguien bajando a la calle a tirar la basura, la portera que canta mientras limpia la escalera… Muchísimos sonidos no constantes aparecen debajo del ruido del tráfico y de los aparatos de aire acondicionado. Es un paisaje sonoro rico y lleno de matices, de colores, de ritmos diferentes, de tonalidades”.
Hablar con Comelles es una invitación a descubrir Barcelona con otros oídos. “En el Raval y el Gótico hay rincones como la plaza del Padró donde, antes de la llegada de la marea turística, hace diez años, plantabas un micrófono, mostrabas la grabación a alguien y creía que eso era un pueblo. También pasa en Sarrià o en parques interiores de l’Eixample. Eran entornos urbanos, en medio de la ciudad, pero el paisaje sonoro era totalmente rural: sin tráfico rodado, sin contaminación acústica. Los que nos dedicamos a esto les llamamos paisajes sonoros de alta calidad, pues nos permiten escuchar sonidos más detallados y cosas que pasan más lejos. Es triste, pero han desaparecido”, lamenta.
El mar, el mar
Desde su actual residencia en Alboraia, a las afueras de Valencia, Comelles ha subido estos días al terrado a grabar. Vive a dos quilómetros de la costa pero ha podido escuchar perfectamente el sonido del mar. Allí también se ha ampliado el horizonte sonoro, que es la distancia más lejana desde la que puedes percibir algún sonido. “Hay gente en Valencia que me ha dicho que algunos días del confinamiento ha oído el mar a siete y ocho quilómetros al interior. ¡Es muy bestia!”, exclama entusiasmado. “Barcelona no es tan plana, pero me aventuro a decir que en la calle Marina, a la altura de la Monumental, también pueden haber escuchado el mar los días que hubo temporal”. Desde su casa, él escucha al vecino de cinco bloques de pisos más allá. “Es un ambiente sonoro limpio. No es silencio”, insiste. “Y los pájaros están dominándolo todo”, añade.
El material sonoro que ha recogido estos días es absolutamente inédito y probablemente irrepetible. Bien pudiera ser la semilla para futuros proyectos musicales. Así compone él. Hace seis años ya produjo para el festival Sónar la instalación sonora ‘Requiem per les Glòries’. Antes de que empezasen las obras de derribo de las vías elevadas por las que los coches atravesaban la plaza, Comelles colocó micrófonos en distintos puntos e inmortalizó un ecosistema acústico que ya desapareció. Un registro documental de una zona de Barcelona que ya no existe tal y como la conocíamos. Historia sonora de la ciudad.
Cuando empezó el confinamiento, Comelles impulsó el festival virtual Ruido Vírico. Son sesiones dominicales, de cuatro a ocho de la tarde, en las que cada semana artistas de electrónica experimental actúan desde casa ante un público que escucha desde sus pantallas. Algunos han introducido paisajes sonoros de su entorno en sus directos. Para un gremio tan minoritario, está siendo todo un éxito. “Es el primer festival en el que no tengo que decirle al de al lado que se calle”, comentan algunos espectadores, admirados de la rica experiencia que les permite degustar al máximo unos sonidos y frecuencias que requieren atención y calidad acústica. “En nuestro mundo de colgados sociópatas, es muy bien recibido”, bromea Comelles. De hecho, afirma que Ruido Vírico ha llegado para quedarse. Seguirá existiendo el día que salgamos de esta.
De Nueva Guinea a los Andes
Ahora que tenemos tan limitada la posibilidad de escuchar música en vivo, tal vez sea un buen momento para reconsiderar nuestra definición de música. Para ampliarla o, simplemente, para reconsiderar el concepto de música que manejan otras culturas. “Para los kakuli de Nueva Guinea la música real es aquella que producen los pájaros en las copas de los árboles, mientras que la humana no pasa de ser una imitación imperfecta”, explica el etnomusicólogo peruano Julio Mendívil. “Los indígenas quechua de los Andes centrales consideran música el rumor del río, el temblor de las hojas de los árboles y otros ruidos producidos por la naturaleza”, sigue en su excepcionalmente revelador ensayo ‘En contra de la música’. La música no es más que una convención social. Música, concluye Mendívil, “es todo aquello reconocido como tal por un grupo humano determinado y no un canon universal, normativo y excluyente”.
No existe la música. Existen las músicas.