Milongas en la intimidad
Son las diez de la noche y en la calle Martínez de la Rosa se escuchan a todo trapo canciones de Los Chichos y Gala. Las carcajadas también resuenan por toda la calle. Mini, uno de los tres socios del bar L’Astrolabi, no puede hacer nada para evitarlo. Ni las mujeres que ríen son clientas suyas ni la música proviene de su local. La fiesta se está armando en el piso de algún vecino.
En el bar, una pareja argentina se dispone a ofrecer su segundo pase en L’Astrolabi en 15 días. La pianista Ana Campanaro y el guitarrista Italo Segovia planearon su primera gira europea hace un año y escogieron Barcelona como una de sus bases de operaciones. Ya han actuado en Toledo y Madrid, pero la mayoría de conciertos los han fijado en la capital catalana. Han tocado en la Bodega Saltó y en el Tinta Roja, en el Espai Jove La Bàscula y en el restaurante El Rincón Criollo, que nunca hasta esta semana había acogido una actuación musical.
“Si la gente no viene a verte, tienes que ir donde está la gente”, explica el guitarrista. “Y nos gusta tocar en todos los circuitos porque si nos centramos en solo uno llegamos solo a un tipo de público”, añade. Su escapada turística a la Costa Brava tenía como excusa dos conciertos en Sant Antoni de Calonge. Y es que El Biandazo, que así se llama el dúo, quiere tocar siempre. “Notábamos que se cortaba el canal de comunicación con el público si tocábamos un día al mes”, explica Ana. Un amigo del dúo, argentino afincado en Barcelona, alaba su espíritu todoterreno: “Han salido en televisión, han actuado en un gran escenario en el festival de música folclórica más importante de Argentina y hoy tocan aquí”, celebra.
De lunes a domingo
“Aquí” es una habitación de apenas veinte metros cuadrados al fondo del pasillo de L’Astrolabi. Este bar lleva 20 años abierto y 15, programando actuaciones de lunes a domingo. Si no son conciertos, son recitales de poesía o sesiones de cuentacuentos. Algún día, como hoy, ofrecen dos pases. Hace un rato, un cantautor vasco apuraba su cancionero en inglés. El aforo legal es de 38 personas pero solo había tres. La escena ha tenido un punto conmovedor. El cantautor se volcaba sobre su guitarra acústica, rasgaba las cuerdas a toda velocidad y exprimía la intención íntima de unos versos que no logran electrizar más que a él. “Esta es la última canción. Estoy cansado”, ha dicho. Y se acabó.
Cuenta Mini que desde que llegó la crisis ya no hay diferencia entre fines de semana y días de cada día en L’Astrolabi. Un partido de fútbol televisado, una noche lluviosa o que sea fin de mes son motivos determinantes para que el bar se quede vacío. Pese a todo, y sin explicación aparente, va entrando más y más gente al local. Dos extranjeros han concertado una cita a ciegas a través de alguna red social. Dos grupos de extranjeras toman posiciones. Un hombre con gorra de tela pide una copa. Una pareja de argentinos prepara la cámara fotográfica. Ignacio, otro de los dueños del bar, monta el piano eléctrico Kawai mientras Ana e Italo le agradecen las recomendaciones que les dieron para disfrutar al máximo su estancia en la Costa Brava.
Son las once de la noche y Mini presenta el concierto no sin antes rogar silencio, advertir que no se pueden sacar bebidas a la calle y recordar que hay unos sobres repartidos por la sala en los que el público puede poner dinero para la banda. Es noche de taquilla inversa. Es noche de terror. Segovia ha comprobado ya que el público español da menos dinero que el argentino.
Gardel, Piazzola y Yupanqui
El Biandazo lleva una década reinterpretando el cancionero argentino con arreglos propios. Solo con piano y guitarra. Sin voz, sin letras. A lo largo de una hora sonará ‘Malena’, ‘Alfonsina y el mar’, ‘Alma, corazón y vida’ y varios títulos de Astor Piazzola. También, un muestrario de piezas del folclore argentino: desde el ‘Viva Jujuy’ típico del norte del país hasta el himno chamamé ‘Kilómetro 11’, pasando por una milonga campera de Atahualpa Yupanqui. Es una pena que solo haya gente de 30 y 40 años; los mayores de 60 también disfrutarían.
Algunas interpretaciones son más reconocibles que otras. Todas suenan vestidas para la ocasión. Lucen ropajes frescos y delicados, solemnes pero juguetones. No hay taburetes libres y nadie quiere abandonar el suyo. Más que un concierto, esto parece una reunión clandestina. Incluso entre canciones el público se comunica susurrando. Estamos tan cerca de los músicos que podríamos intentar descifrar los garabatos de Ana sobre los pentagramas y afirmar, viendo lo manoseadas que están sus partituras, que lleva muchos años tocándolas.
Mini nos ha pedido silencio, pero es la música la que lo ha conseguido. Estamos cautivados en este camarote lleno de relojes, maquetas de navíos, brújulas, timones y demás motivos marineros. Mientras interpretan el ‘Danzarín’ de Julián Plaza, el silencio es tal que podemos oír cómo algunas teclas percuten sobre la madera del piano. También, el levísimo crujido de la silla de tijera que ocupa Italo. Esto no es mística sino acústica. Es sábado por la noche, pero esta minúscula habitación del barrio de Gràcia se ha convertido en un íntimo refugio. Llovizna en la calle, pero ahí dentro se ha detenido el tiempo.
La pianista anuncia que estas van a ser las dos últimas canciones. Tres espectadores aprovechan para irse. Tres que no dejarán ni un euro. El dúo se despide con ‘Por una cabeza’, de Carlos Gardel. Una vez más, sin letra. Un joven de pelo largo y rizado le pone voz desde un rincón en penumbra. Ana se despide agradeciendo que existan espacios como L’Astrolabi en los que comunicarse. Mientras el público desfila hacia la calle, Ignacio le entrega un ramo de flores.
(Publicat el 23 d’octubre de 2016)