Masajes contra el agobio
Es mediodía y el calor pega fuerte Esplugues del Llobregat. Manu lo sabe, pero no le queda otra que situarse al sol para que así el público de enfrente esté cómodo; el que hace el aperitivo en el centro cultural L’Avenç, el que descansa a la sombra en los bancos y el murete de madera y, por supuesto, el que pasea por la calle Àngel Guimerà. A las doce en punto ya lo tiene todo listo: el taburete, el pedal Loop Station para grabar y disparar melodías, el cable, el violonchelo, la caja para recoger monedas y el plato con agua para su perro Rumba.
Manu tiene uno de los 92 carnets que le autorizan a tocar en la calle, pero no cree en ellos porque cree que la calle debería ser un espacio libre. Tampoco le apetece “malvenderse al turismo”. Por eso actúa en Ciutat Vella tres o cuatro días al mes y dedica el resto de su tiempo a tocar en puntos no habilitados de otros distritos. Funciona fuera de la ley porque vivimos en un país que persigue y penaliza el arte callejero. Cuando llegó el coronavirus, las calles se vaciaron y los músicos desaparecieron. Durante meses nadie ha pensado en ellos. Pero ellos son los grandes olvidados de la cultura de este país, los más vulnerables.
En Madrid no les quieren dejar volver a la calle hasta octubre. En Barcelona, el ayuntamiento ya está aplicando un lento protocolo de reincorporación. Solo pueden actuar en ocho puntos de Ciutat Vella y solo durante una hora. El público debe permanecer quieto en unos círculos marcados en el suelo y el músico toca protegido por dos vallas. “Solo falta que nos echen cacahuetes”, critica Manu. Las quejas del colectivo han logrado que se amplíe el número de puntos y que puedan tocar dos horas. Aun así, esta mañana Manu ha preferido ir a Esplugues. Y en cuanto el arco friega contra las cuerdas de su violonchelo, la música se expande por esta calle céntrica que nunca han pisado los turistas.
“Gracias, muchas gracias”
No es la primera vez que toca aquí mismo. Pero algo ha cambiado. Antes del coronavirus, la gente no aplaudía tanto. Hoy sí. Varias veces. No paran de caerle monedas, pero más llamativa es la gratitud que muestran algunos paseantes. “Gracias, muchas gracias”, le susurra una mujer mirándole a los ojos. Todos necesitamos música. Algunos ni lo saben. Pero es así. Salir a la calle tras tantos meses de confinamiento y oír a un chelista tocar ‘Què volen aquesta gent?’, de Maria del Mar Bonet, o ‘Ay, Carmela’ puede alegrarte el día. Manu sabe que el secreto de tocar en la calle es hacerlo donde la gente no te espera. Además de un regalo, la música se convierte en una sorpresa. Manu no pasa la gorra ni pide dinero. Se sienta y toca. Lo que ocurra después ya depende de cada cual.
Manu nació en Donosti. Estudió violonchello y música clásica durante una década. Se mudó a Barcelona para cursar fisioterapia. Ejerció como masajista, pero cuando intuyó que así no se realizaría como persona, cambió de rumbo. “La autonomía me la dio la calle”, afirma. Un día se lanzó a dar masajes por la voluntad en Fira Tàrrega. De ahí a retomar el chelo, ya solo iba un paso. Lo dio en 2011, en pleno 15M. Desde entonces, ha alternado guitarra y chelo, aceras y escenarios. Ha improvisado con la cantautora Silvia Tomás y ha hecho carrera con el grupo Saffran. De un tiempo a esta parte, se hace llamar Manu Fusta!
De algún modo, el chelista fisioterapeuta sigue ofreciendo masajes. Estos se cuelan por los oídos y relajan el inconsciente. Pero no romantizemos su oficio callejero. “Salir a tocar con miedo me genera estrés”, confiesa. Por eso, estos días solo actúa donde se siente protegido. Manu vivió en Esplugues y conserva buenas amistades. Ahí están sus colegas, saboreando su toma de ‘Bella ciao’. Mientras interpreta ‘El cant dels ocells’ pasa un coche de la urbana. “Si se acerca la policía, bajo la vista y toco más flojo o paro. Pero, sobre todo, nunca les miro a los ojos”, explica. A este extremo hemos llegado como sociedad.
Laberintos y acertijos
El centenario centro cultural de Esplugues sigue cerrado, pero al otro lado de la acera, Manu plantea su actuación con seriedad, como si estuviese sobre un escenario. Pellizca las cuerdas y crea una base rítmica. Acto seguido dibuja una melodía de fondo. Cuando ya tiene el esqueleto armado, dispara lo que ha grabado y toca encima con plena libertad. Cada pieza es un laberinto y un acertijo. ¿Esa no es ‘La tarara’? Y esa otra, ¿no era de Metallica? ¿’El porompompero’?
Manu maneja un repertorio tirando a insurgente donde conviven ‘La gallineta’ de Lluís Llach y ‘Ellos dicen mierda’, de La Polla Records con títulos más inofensivos de Cranberries o la banda sonora de ‘Amelie’. Una señora se derrite con el son cubano ‘Me voy pal pueblo’ y saca el monedero. Un punki detecta la chelística versión de Eskorbuto y se rasca el bolsillo. “Cuidado, os avisamos / Somos los mismos que cuando empezamos”, reza la letra. En esas está Manu, luchando igual que antes del Covid-19 para tocar en la calle. Con o sin carnet.
Manu no oirá ni una queja de comerciantes o vecinos. Una anciana en silla de ruedas pide a su marido que se detengan. Una niña que aún está aprendiendo a caminar se quedará clavada a un palmo del chelo. A un cliente del Celler Torras que hace cola en la calle casi se le pasará el turno de lo absorto que se ha quedado. Tras meses de agobio, las melodías despejan las nubes de la cabeza. La música se expande por todos los rincones y hace la calle más respirable. El regreso de los músicos callejeros también marca la vuelta a la normalidad. Y de forma muy saludable, pues inyectan esperanza a nuestro maltrecho estado de ánimo. Manu indica a sus colegas que ya solo tocará dos canciones más. Su jornada laboral concluirá sin sobresaltos policiales. Y luego, a comer.