Butrön a Eurovisión
Para el último viernes del año, el centro social okupado L’Astilla de L’Hospitalet ha programado una velada de crust, subgénero del punk en el que convergen guitarras del thrash metal y letras anarquistas imposibles de descifrar porque se escupen a toda velocidad y con la garganta en carne viva. Es un tipo de música que pocas veces tiene cabida en las salas comerciales y aún menos en los bares que solo quieren música agradable y poco conflictiva. Pero aunque parezca mentira, el vecino de enfrente hace aún más ruido. Es la vía del metro.
El espacio del centro social donde se celebran los conciertos tiene un aire al viejo Garatge Club: columnas y suelo de cemento. Está en el primer piso de una fábrica abandonada y ocupada en 2009 al que se accede por una escalera de hierro como la del Razzmatazz 2. El edificio está a una manzana del centro de Arte Tecla Sala, el escaparate de la cultura oficial de L’Hospitalet, y desde la autogestión más absoluta, L’Astilla acoge conciertos de flamenco, talleres de reparación de bicicleta, proyecciones de documentales y demás actividades.
El escenario es una alfombra sobre unas tablillas de madera. Todo a ras de suelo. Y ya está actuando Ansïa, un cuarteto comandado por dos mujeres, la batería y la cantante, que se reparten los alaridos. Dicen practicar un crust trágico y, en efecto, la entrada de Encuentros tiene tintes góticos. La tragedia crece y crece, la cantante se sumerge en ella, se agita, cae de rodillas y expele unos berridos sinceramente conmovedores. Al acabar el concierto el cable del micrófono no puede estar más retorcido. Y esto no ha hecho más que empezar.
Tres euros de mierda
La entrada cuesta “tres euros de mierda”, según se informa en taquilla. No para de entrar gente. Un hombre con rasgos del Este no se separa de su bolsa de plástico. Una mujer negra llega, sonríe y se va. Un perro se queda en la puerta. Dos tipos conversan sobre el autor del himno de la Comunidad de Madrid. Otro tararea el estribillo de Pedro Navaja, de Rubén Blades. Dos alemanes hablan de lo suyo. Abundan los veinteañeros, pero algún rockero ajado ya roza los 50. Un chavalín aparece con su skate. Seis punkies vienen de uniforme: pelos de colores y chaquetas sembradas de parches y tachuelas; una lleva una gorra de Napalm Death. Hay tres chicas jovencísimas a las que nadie pedirá el DNI. Caben hospitalencs de todo tipo en L’Astilla.
Es el turno de Knür, cuarteto de Molins de Rei. Sus composiciones tienen pasajes vocales ideales para el loloísmo. El loloísmo es corear lololololololoal son del estribillo de turno. El loloísmo fomenta la amistad y frena ese frío que te sube por los pies. El público se arrima y se vuelca sobre la banda. Tanto, que alguien derrama el vaso del cantante. El suelo queda encharcado. Los Knür siguen tocando. El culpable va la barra, vuelve con un mocho y mientras friega el cemento se amorra al palo y canta como si aquello fuera un micrófono.
El crust es crítica social y amígdalas al límite, pero sin amargura. Mientras los Knür se dejan la piel, su público les grita: “¡Más rápido! ¡Una de Raphael!”. Se marcan una instrumental y alguien exclama: “¡Y la letra! Esta era una crítica contra el capitalismo, ¿no?”. Algunos de los que lanzan más improperios tocan en las otras bandas del cartel. Los músicos se ayudan a sonorizar unos a otros como buenos amigos. También se burlan unos de otros como buenos amigos.
De Bon Pastor a La Verneda
Las paredes de cualquier centro social son un mural informativo de conflictos con el poder. Aquí hay carteles que recuerdan el asesinato de Pedro Álvarez a manos de un policía, carteles en apoyo al Banc Expropiat de Gràcia y carteles con fotos de los ocho mossos acusados de asesinar a Juan Andrés Benítez. También abundan las advertencias de que no se tolerarán actitudes machistas, pues los centros sociales fueron pioneros en la estrategia de cortar de raíz esos gestos en los espacios comunes. Y, cómo no, pósters de conciertos en el Casal de Joves de Roquetes, La Kampanilla (Gràcia), La Enkarnizada (Verneda), el Pula Vida (Bon Pastor) y demás enclaves de este circuito realmente alternativo.
Addenda son solo tres, pero su bajista berrea a una velocidad epiléptica; como el pato Donald en una trituradora. Están más de fiesta que de concierto y descorchan una botella de cava. Entre varios cogen al guitarrista en volandas y lo pasean por la sala. Nadie calcula el aterrizaje y cae de bruces al cemento. Mala suerte; va por los salivazos que propinó antes a su batería. “Tranquilo, Iñaki”, exclama el bajista, “en L’Astilla tienen seguro de responsabilidad civil”.
Butrön es el grupo más importante de la noche, pero ya es la una y media y mucha gente se ha ido. Han montado el concierto para presentar su disco El legado de la barbarie, masterizado en Portland. Para tocar en L’Astilla hay que proponerlo en una asamblea especial sobre conciertos que se celebra cada tres meses. A Butrön les habrá costado poco porque ya son como de la casa.
Grita o muere
Guillem, el cantante, luce una camiseta sobre los derrotados de la Guerra Civil. Empieza cantando de espaldas, pero cuando se gira comprueba que el público también grita. Grita o Muere Records, reza otro adhesivo pegado en la pared. Butrön grita contra la violencia policial, grita al odio que nos cala hasta los huesos, grita contra la farsa de la democracia. El pogo que forma el público engulle al cantante, centrifuga sus mensajes y los transforma en una energía liberadora. Es verdaderamemnte excitante contemplar como unas letras tan desesperadas y llenas de ira generan tantas sonrisas y muestras de afabilidad.
L’Astilla es un mar de ira y felicidad y por ahí enmedio, como un islote en plena tormenta, un tipo alza un cartón en el que ha escrito una frase: “Butrön a Eurovisión”. También corea el lema. Cuando se canse de sostenerlo en el aire, lo colocará en lo alto de un altavoz. Y ahí quedará el resto de la noche.
Ah, alguien se dejó un paraguas rojo con rayas azules y empuñadura de madera. Que pase a recogerlo cuando quiera. L’Astilla siempre está abierta y no muerden.