Un oasis tropical en el polígono industrial
Hace 20 años había que atravesar el Poble Nou, dejando atrás fábricas cerradas y calles oscuras, para llegar al Garatge Club, un local alejado de la civilización donde grupos marginales estadounidenses te hacían partícipe de una cultura ‘underground’. En el 2016 la sensación es similar al atravesar una avenida de fábricas y almacenes que se eterniza al final de L’Hospitalet de Llobregat. Cuando te ves al borde del fin del mundo, intimidado por la más absoluta oscuridad, unos focos anuncian vida nocturna en medio de la nada.
Estamos en la calle de la Energía de Cornellà, prácticamente debajo de la Ronda de Dalt. Son las tres de la madrugada y el tupido bigote negro del tipo de guardarropía genera la ilusión óptica de que acabas de llegar a una cantina mexicana. A escasos metros, un hombre duerme la borrachera con la cabeza apoyada en un barril. Del interior de la sala emerge una arrebatadora bachata. Dentro, la decoración con palmeras, gigantes racimos de uvas y muros encalados imita el patio interior de la discoteca de algún país latinoamericano. Es otra ilusión óptica. No estamos al aire libre sino dentro de una nave industrial reconvertida en discoteca latina. Calor, calor.
Mambo Disco Show es un oasis tropical en el polígono industrial. La sala tiene dos pisos. Si abajo canta Marc Anthony, arriba lo hace Pitbull. Si abajo suena bachata, arriba manda el reggaetón. Si abajo corean “¿cómo serás tú haciendo el amor? ¿cómo serás tú desnudándote?”, arriba son refranes picantes sobre gallos y gallinas. Pero en ambas salas hay parejas bailando agarradas, una práctica casi extinguida en los clubs occidentales.
Fraternidades bolivianas
Esta noche de viernes es especial porque actúa el cantante argentino Diego Ríos. El concierto tiene patrocinadores de lo más variado: desde una clínica dental hasta una agencia de viajes. Uno de los puntos de venta de entradas anticipadas es el restaurante boliviano El Quebracho. De hecho, el público boliviano triplica al que suman ecuatorianos, peruanos, uruguayos y argentinos. Y muchos han comprado sus entradas en grupos o fraternidades para obtener descuento. Ah, si alguien cumple años esta noche, entrará gratis. Son estrategias para gratificar y fidelizar a un público que se siente como en casa bailando canciones que les acercan a sus países de origen.
La estrella se retrasará 40 minutos, pero el público anda entretenido con la música y la bebida. Tal como se estila en Colombia y otros países del cono sur, la gente se acomoda en taburetes alrededor de mesas altas, compra una botella de licor (hoy arrasa el Johnny Walker), lo sumerge en una cubitera y se lo va sirviendo solo o con algún refresco (hoy domina la bebida energética Rockstar). Así, solo hay que ir a la barra cuando se acaba el hielo. Un detalle: las camareras entran y salen de la barra a través de una escalerilla de piscina.
Al escenario también se llega por una escalera de piscina. Y por fin se divisa el inconfundible ‘look’ de Diego Ríos: pantalón, camiseta y chaqueta negros, crucifijo dorado y esa blanquísima calva tatuada por el cogote. No es la imagen que uno asociaría a un ídolo de la cumbia romántica, pero es la suya. Las banderas bolivianas añaden un toque de color extra. El resto lo ponen esos globos alargados con los que hacer mil figuras y mil bromas. Una mujer duerme con la cabeza sobre la barra. Otra padece un lipotimia. Las que pueden suben al taburete desoyendo las órdenes de los encargados de la seguridad. Pero es Diego Ríos en carne y hueso, son casi las cuatro de la madrugada y está cantando ‘Usted, señora’.
Dos bailarines y ningún músico
“¡Un momento, un momento!”, exclama Ríos. Han pasado solo 20 minutos y dos hombres le increpan mostrándole el dedo que más ofende. Son solo dos entre más de 600, pero los tiene justo enfrente y ya no aguanta más. “¿Cuál es el problema?”, pregunta. Los hombres se quejan de que ni siquiera trae un baterista. De hecho, no hay ni un solo músico en escena, aunque Diego Ríos suele actuar con una gran banda. El precio de la entrada, 15 euros, daba una pista, pero el formato ‘voz en directo y música desde el portátil’ no les convence. Diego pide y obtiene el apoyo del resto de espectadores y a esos dos les dice: “Si no les gusta el ‘show’, Áxel les devolverá el dinero”. Y tal como lo suelta señala al dueño de la discoteca.
Las cada vez más abundantes actuaciones que organizan empresarios latinoamericanos para su comunidad son un ejemplo de transparencia. En los carteles que se cuelgan por los barrios más populares de Barcelona y ciudades limítrofes hay números de teléfono a los que llamar para comprar entradas. No son ‘call centers’ impersonales, sino los móviles de la organización, así que si alguien tiene un problema, ya sabe a quién dirigirse y cómo.
Las protestas no van a más. El concierto, sí. Bueno, el cartel habla de ‘único show exclusivo’; no, de concierto. Y ‘único’ es el par de bailarines que ha aportado la discoteca al ‘show exclusivo’ de Ríos: ella viste un body negro; él, un armario de músculos, solo lleva pantalón, pajarita y boina. Cuando Ríos enlaza sus títulos más arrebatadores la euforia se desata. ‘Si tú te vas’, ‘Estúpida frase’, Déjate amar’ y ‘Falsas mentiras’ no son cualquier cosa. Están apegadas a ese romanticismo tópico que considera a la mujer la razón de todos los males y placeres, pero denotan también un olfato incontestable para los estribillos. Ríos maneja un material especial. Cumbia salsera de primera.