El sentido de la música
La antigua fábrica textil Fabra i Coats vive permanentemente en obras. Cuando no están acabando la escuela, ultiman un bloque de viviendas de uso social. Durante las fiestas de la Mercè, el recinto ha acogido otras obras: las del BAM-Cultura Viva, un festival que trabaja en la construcción de otro modelo de festival. Un encuentro consciente de la diversidad racial de la ciudad, atento a la paridad de género, sensible a la precariedad e indefensión laboral de los músicos y con voluntad de tejer alianzas con colectivos de la cultura y la economía social que operan desde el cooperativismo y la autogestión. En definitiva, un festival que rompa con la voracidad ultracapitalista que promueve el circuito festivalero. Un evento festivo, sí, pero convencido del potencial transformador de la cultura.
Por todo ello el viernes, antes de que empezase a sonar la música, hubo un panel de charlas donde no se pronunciaron términos como industria cultural, marketing viral, monetizar ni demás palabros habituales en las conferencias de los grandes festivales. Aquí un joven pudo relatar cómo le impidieron entrar en la discoteca Otto Zutz por ser negro, se habló de cómo combatir la homofobia en espacios de ocio nocturno y se cuestionó que se esté cumpliendo el artículo 27 de la Constitución referido al derecho a la educación; en este caso, musical.
Anochecía ya cuando la antropóloga y cineasta Adriana Vila habló de una aldea venezolana en la que una mujer de setenta años jugaba un papel central pues sabía cómo, dónde y cuándo cortar el bambú con el que se construían los instrumentos de percusión. Y, a partir de ahí, una llovizna de reflexiones de las que calan los huesos: por qué tantas comunidades han dejado de preguntarse qué significa reunirse alrededor de la música, cómo repensar una y otra vez ese potencial, por qué hacemos música, qué relación queremos establecer con quien la recibe y cómo lograr que trascienda y nutra a la comunidad. Son preguntas que tarde o temprano debe hacerse un artista. Son preguntas que más pronto que tarde también debe plantearse y repensar un festival público.
Convivencia cultural
En esta segunda edición del BAM-Cultura Viva había cuatro escenarios, pero eso no significa que todo lo interesante sucediera únicamente allí. Si el viernes, uno de los momentos cumbre fue la intervención de Andino, el célebre rapero del metro que se lanzó a improvisar versos sobre lo comentado en las charlas, el sábado se montó un discofórum donde quien quisiera presentase canciones importantes en su vida. Hablar tranquilamente sobre música que te conmueve, ¡qué gran placer! Mientras sonaba una de Els Surfing Sirles, un chaval de siete años con camiseta de Batman simulaba tocar la guitarra rasgando las cuerdas anaranjadas que decoraban el espacio infantil. No, este no pretende ser otro festival de exhibición y competición musical, sino de convivencia cultural. Y tal planteamiento propicia que puedan surgir este tipo de anécdotas y tantas más.
Muy significativo fue que el concierto más multitudinario del sábado fuese el del espectáculo infantil de Mainasons. Llenazo de niños y niñas en un festival que también busca romper la tendencia a diseñar los programas pensando en la franja de veinte a cuarenta años. Muchísimas familias participaron después en el taller de percusión de Bakanoa, una formación de músicos colombianos afincados en la ciudad que ha batido el récord de implicación en esta segunda edición. No solo enseñaron a los pequeños a imitar el sonido de la lluvia con los dedos, sino que actuaron a mediodía y por la noche. Uno de sus percusionistas sintetizó el concepto de transmisión de conocimientos musicales de padres a hijos tocando los tambores con su bebé de tres meses dormido en su regazo.
Todo lo que no se ve
Y luego está todo lo que no se intuye a simple vista. En las barras, todos los productos eran de calidad, de proximidad y procedentes de cooperativas o colectivos vinculados a la economía social. Incluida la cerveza. Por los mismos dos euros que en el resto de escenarios de la Mercè te dan cerveza industrial, en la Fabra servían cerveza artesana. Aquí no hay una intención de utilizar el patrocinio como maniobra monopolística, sino un interés genuino en apoyar un proyecto cultural transformador. Una apuesta osada (más calidad, más costes de producción, menos beneficios) para contrarrestar de esa lógica capitalista que ha convertido los festivales en escaparates estratégicos de las marcas.
Tampoco se ve que antes de actuar, todos los músicos han firmado un contrato que les garantiza trabajar asegurados y cobrar en base a los 116,90 euros por persona que marca la ley; suena lógico, pero que es absolutamente inusual en este país. Y tampoco se ve a simple vista que todos los grupos están aquí por una razón de peso que va más allá de su propuesta musical; ya sea por su pertenencia a comunidades que están explorando formas interesantes de autogestión cultural o porque contribuyen a reforzar la voluntad del festival de ser un reflejo fiel de la diversidad racial y, por lo tanto, cultural, de la ciudad. Así se pudo comprobar que dos de los directos de músicos barceloneses más imponentes que pueden verse en esta ciudad los defienden migrantes colombianos y senegaleses: los citados Bakanoa y Ngomez Nokass, que pronto llegarían.
A lo largo de la jornada hubo tiempos muertos, algún grupo víctima del sol de media tarde y diálogos que no llegaron a cuajar, pero todo acabaría cuadrando conforme anochecía. Pasadas las diez de la noche, en un escenario pinchaba el barcelonés de origen nigeriano DJ Day B, en el callejón del Ateneu L’Harmonia los afrocolombianos Bakanoa ponían al público a bailar cumbias y, en el escenario central, los tunecinos Iffriqyya Electrique descargaban su alud de trance ancestral. En esa mismo explanada en la que un día antes Adriana Vila alertó de los peligros de desentendernos del potencial de la música como pegamento comunitario, los Ifriqiyya Electrique, con sus crótalos, sus cánticos y su desbocada electricidad generaron un clima de desenfreno y catarsis, una suerte de vudú inclusivo y apabullante. Una actuación inolvidable.
Y ni siquiera fue lo mejor de todo. Tal como acabaron, con el público ya enajenado, los once percusionistas de Ngomez Nokass -¡once!- iniciaron su pase en un lateral del escenario, enlazando el latido hipnótico de Ifriqiyya Electrique con el suyo, trepidante y perturbador. Otra escena para el recuerdo: uno de los músicos tunecinos, aún empapado en sudor, filmando con el móvil la exhibición polirrítmica de sus compañeros senegaleses, rodeados por un gentío que les siguió danzando y gritando hasta la tarima donde culminarían su pase.
En construcción
El BAM-Cultura Viva es un festival en construcción, un prototipo aún frágil que, como en su día supuso el BAM, allá por 1993, nace para cuestionar inercias y explorar cómo la música de la fiesta mayor de Barcelona puede representar a todos sus habitantes y operar como una herramienta de transformación social más. La uniformidad de los carteles de los festivales obliga a promover bancos de pruebas donde replantear el sentido y las dinámicas de este tipo de eventos. En eso está el BAM-Cultura Viva. Y claro, aún hay mucho camino por recorrer.
(Publicat el 23 de setembre de 2018)