¡Este chaval se come Barna en cinco años!
El Jardí dels Drets Humans es un oasis de paz y vegetación en plena Zona Franca. Está a dos minutos de la plaza Cerdà, junto a la calle Jane Addams, la socióloga y activista feminista estadounidense de finales del siglo XIX, y frente a las calles Soweto y Gernika. En la terraza del bar que hay junto a la Biblioteca Francesc Candel, varios niños y niñas celebran un cumpleaños.
A escasos metros, en una pista ovalada de cemento, arropados por la arboleda, varios raperos protagonizan la tercera sesión Take Away que organiza el Espai Jove La Bàscula. Se trata de un ciclo de conciertos en distintos parques y plazas del barrio en los que este centro municipal cede a los jóvenes el equipo necesario para que estos expongan sus inquietudes. Es un modo más natural y menos institucionalizado de incidir socialmente en el territorio. Y la mejor forma de devolver la música al espacio público.
Aquí el escenario es una alfombra, una mesa de sonido, dos micros y dos altavoces. Y hoy los protagonistas son Ese Guillao y Joka. Tanto el de la Verneda como el de Hostafrancs se traen varios colegas que saldrán a rapear a las primeras de cambio. Ambos comparten el discjockey, apodado Mbp. El público es escaso a primera hora, las seis de la tarde, y se compone de amigos de sus respectivas pandillas, los 913 y los YNZ, pero conforme la música se expanda por el parque irán apareciendo los curiosos.
Los observadores locales
Un hombre con una barra de pan atiende diez minutos. Al marcharse, alza el pulgar en señal de aprobación. Seis niñas de la fiesta de cumpleaños se acercan con tizas y pintarrajean la pista con corazones y estrellas. Son grafiteras precoces. Escondidos tras un seto, dos niños lanzan piñas a los raperos. Un adolescente chuta un balón con flow. Un treintañero pasea a su perro con flow. Una niña de dos años tira de su madre hasta plantarse a tres metros del escenario. La madre se lo explica: “Fan poemes i els canten a la vegada. Això és molt difícil, eh!”. La niña ni pestañea: parece fascinada y asustada a la vez.
Notición: varios jóvenes locales, es decir, de la Zona Franca, se personan en el parque. Espían a los raperos visitantes desde una distancia prudencial. Ese Guillao y Phara33 alternan castellano e inglés. “Estáis crying siempre y no sabéis qué es la pena”. “Si esto te duele es porque that’s for real“. La música que lanza el discjockey desde el portátil anda más cerca del trap que del viejo hip-hop. Es lo que hay. Es 2016. Antes de acabar, Phara33 agradece que Ese Guillao le haya cedido el escenario con una profecía: “¡Este chaval se come Barna en cinco años!”.
Cuando acaban su pase, Phara33 intercambia contactos con raperos de la Zona Franca y conversa con colegas que acaba de conocer: sobre sus problemáticas familiares, sobre cómo afrontar la vida… Bebe vino a morro de una botella de Marqués de Riscal con la que celebra la jornada mientras siguen llegando chavales. Cada cual luce su estética: uno con cresta, otro con rastas, ese con chándal del Real Madrid, aquel con patillas de palmo y medio… Hay dos negros y tres latinos. Las que no aparecen son las chavalas. Cuando haya más, serán solo tres. Esto es territorio de nabos.
Rap para la madre
El siguiente rapero en actuar tampoco encaja en la estética rapera. Con su pantalón corto y su pelo largo rubio, Joka podría pasar por monitor de esplai. Lo primero que hace es dedicar una canción a su vieja, que ayer cumplió años. Su vieja está sentada en un banco y lo agradece, aunque dice que cumple años hoy. Afirma que Pau, su hijo, ha ganado varios premios literarios en el colegio, que siempre fue hábil con las palabras. Tiene solo 18 años y escupe versos tipo “unos comen rabia, otros Diazepan”, “no estoy vacío, tengo el arte”, “no robamos latas, no somos quinquis” y “se me queda pequeño el parque”. Cuando no sabe qué decir, suelta un taco. Él o un colega despacha un “¡puto amor y puta mujer!”. Luego se sorprenderán porque sus amigas no quieran ir a verlos hacer el gallito en los conciertos.
Joka se queda afónico en apenas 15 minutos. Bebe zumo de piña de un tetrabrik gigante del DIA. Una de las bases sobre las que rapean él y su amigo con camiseta del Barça incluye un sampler del aviso de megafonía de los supermercados; un detalle que conecta sus rimas con su entorno y las distancia de los clichés del rap yanqui. El resto de amigos entran y salen del escenario. Disfrutan el concierto y también son parte de él. Dos jóvenes del barrio se reconocen y se provocan chocando repetidamente los hombros. Parecen venados en celo. Un padre y su hija adolescente bailan. Un niño de cuatro años intenta moverse como un rapero.
La promesa del barrio
Se rumorea que cuando cedan el micro para que rapee quien lo desee aparecerá Erfus, la promesa del barrio. Erfus está por aquí, pero no rapea. Le esperan en otro escenario. Sí se anima RZ. “Guapo a nivel nacional”, asegura. Al final, esos minutos de micro abierto no consumarán la interacción entre los raperos de Verneda, Zona Franca y Hostafrancs, pero cuando se vuelvan a ver ya se saludarán como viejos conocidos. Acaba la sesión y los educadores sociales de La Bàscula hacen sonar a Wu-Tang Clan por los altavoces. Las pandillas se relajan. Hay abrazos y felicitaciones mutuas.
Y así es cómo el hip-hop regresa al lugar donde nació: el parque.
Saliendo del Jardí dels Drets Humans, a escasos metros de la calle Jane Addams, una niña de seis años pregunta con cara de interés a un amigo de su misma edad: “¿Por qué dices palabrotas?”.
(Publicat el 29 de maig de 2016)