El radiocasete del señor Antonio
En cuanto pudimos a salir de casa después de las semanas más estrictas del confinamiento, empezamos a echar en falta a algunas personas. Y no han sido pocos los que se han acercado al Forn del Padró y a la cafetería New Orleans que hay en la plaza frente al Centre Cívic Can Basté a preguntar por el señor Antonio, aquel hombre que solía sentarse en el murete con su radiocasete y se ponía a escuchar música a pleno sol. “Hace mucho que no lo vemos. Desde antes del coronavirus. Dicen que estaba malito”, era la respuesta más habitual.
El señor Antonio era un elemento fundamental del paisaje de Vilapicina y el Turó de la Peira. Del paisaje sonoro. “Yo salgo como los toros: si el tiempo y la autoridad lo permiten”, bromeaba. Y la clientela del mercado de la Mercè, en Virrei Amat, sabía que lo encontraría allí: con su carro de la compra lleno de casetes, su cenicero plateado y aquel Aiwa de segunda mano que adquirió por 19 euros después de que se le estropease el anterior. Muchas cintas tragaba su radiocasete. De salsa y de flamenco, de los Panchos y de los Platters, de Nino Bravo y de los de Palacagüina. Hasta una de las Baccara. “No, esa está grabada encima”, aclaraba a quien le preguntase. “En una cara hay Lola Flores y en la otra, Peret”. De quien más casetes tenía era de Manolo Escobar.
Fonoteca comunitaria
Él prefería escuchar la música al aire libre porque era más entretenido que hacerlo en casa. No pedía dinero, por supuesto. Y nadie se lo ofrecía. Eso sí, a menudo aparecían vecinas con bolsas llenas de casetes: de villancicos, de Mahalia Jackson, de Mocedades, de El Cabrero… Antes de deshacerse de ellos, preferían donarlos a esta fonoteca comunitaria. Así tendrían una dorada jubilación, sonando a pleno sol ante nuevas audiencias. “Yo toco todas las cintas que me dan, pero si no me gustan, las tiro”, advertía, sobrepasado por tanta donación.
No, el señor Antonio no ponía casetes: él tocaba casetes. Y los tocaba un poco al azar: según soplaba el viento y según le apetecía a él. Una mañana podía empezar con un lote de sevillanas de los Cantores de Híspalis, seguir con Tom Jones y Elvis Presley, colar algún bolero de Antonio Machín y saltar a Glenn Miller. El mejor barómetro para medir si su sesión agradaba era el banco que tenía enfrente, justo al lado de la parada del bus. Si estaba lleno, buena señal. Y siempre lo estaba; principalmente de gente mayor que echaba la mañana allí sentada. Tenían conversación, música, aire fresco y ninguna obligación de consumir: un plan imbatible.
Vecinas bailando
Cuando el señor Antonio le daba al play, la calle vibraba distinta. De repente, podía aparecer una vecina bailando un pasodoble Fabra i Puig abajo. O arrimársele una niña de dos años y quedarse saltando junto a él un buen rato. Cuenta el señor Antonio que un día se personó una pareja de mossos. “Caballero, ¿usted ya sabe que no puede poner música en el espacio público porque…?”. No pudieron acabar la frase. Una vecina se les abalanzó gritando: “¡Dejadlo en paz! ¡Este hombre nos alegra cada día! ¡Largaos vosotros!”. Aquel día el señor Antonio no abrió la boca, pero cuando alguien le invitaba a recordar la anécdota, se le dibujaba una sonrisa traviesa.
Hace dos años le pedí permiso para escribir un reportaje sobre él. Me despachó un baaah desinteresado y levemente imperativo. No quería protagonismo y, sobre todo, no quería que por culpa de un artículo volviese a visitarle la policía. Posiblemente, nunca supo de la existencia de los sound systems ni de tantas otras manifestaciones de la cultura del discjockey, pero él era eso: un selector musical del vecindario, un discjockey al sol. Suyo era el sound system más querido de Nou Barris. Un servicio público. Igual te tocaba un tango de Carlos Gardel que te informaba de cuánto hacía que había pasado el último bus de la línea V27.
Reciente defunción
La noticia saltó días atrás en el grupo de facebook Memorias del Turó de la Peira y Barrios de Alrededor. Una vecina, Ángeles, informaba de su reciente defunción. Aquel post se llenó de comentarios apenados de gente que había disfrutado de su música, de su conversación y de aquella forma tan simpática que tenía de saludar: como haciendo cosquillas al aire con los dedos. Algunos ya proponen dedicarle una placa o un monumento: el señor Antonio sentado junto a su radiocasete. Quizá acabe siendo el primer discjockey al que se erige una estatua.
(Publicat el 5 de juliol de 2020)