¡Por fin es martes!
Cada martes por la noche Yannis Papaioannou baja con su buzuki desde La Floresta hasta el bar restaurante Absenta del Raval, en la plaza del Pes de la Palla, junto a la Ronda de Sant Antoni. Allí le esperan varios amigos griegos. Juntan dos mesas, se sientan alrededor, piden bebida, sacan los instrumentos y se ponen a tocar y cantar rembétiko, un género surgido a finales del siglo XIX y cuyas canciones hablan de drogas, cárcel y la vida en los barrios marginales. Bienvenidos a los Rembetomartes.
Esto no es un concierto, puesto que no hay escenario, precio de entrada y ni siquiera los músicos tocan de cara al público, sino en círculo. Sin embargo, la inmensa cristalera que rodea el local permite que desde la calle se vea a los músicos tocando y que poco a poco se vayan acercando curiosos. Muchos son turistas que están cenando en la terraza. Entran para ir al lavabo y se quedan un rato observando. Pero la mayoría de público de estas veladas de martes son griegos instalados en Barcelona que acuden para escuchar música de su país. Y raro es el que, en algún momento de la noche, no se arranque a cantar.
Jaris Latros también toca el buzuki y la guitarra. Lleva un gorro de marinero porque nació en la isla de Samotracia. Allí hizo el servicio militar con Yannis, que es de Tesalónica. Hacía años que se habían perdido la pista, pero un día se encontraron en Barcelona y se reconocieron. Junto con Christos, que toca el baglama, y la bailarina Amalia, son el núcleo duro de la Rembetiki Compañía de Barcelona. Pero son las diez y ya se ha sumado Guldeniz, una joven turca, y Georgi, un búlgaro que toca el kanonaki, un instrumento similar a la cítara.
Todos saben cantar
Los griegos están como en casa aunque el Absenta ni siquiera sea un bar griego. Eso sí, si quieres una tapa de tzatziki te la ponen. Pero si pides nachos, también. Y berenjena en escabeche. Yannis es el timonel de esta orquesta sentada, pero los roles cambian constantemente. Las púas y los instrumentos también pasan de mano en mano. Un oud por aquí, una acústica para allá. Y todos cantan. Parece que en Grecia todo el mundo sepa cantar.
Son las once y en la mesa no hay comida sino hay varios gintónics y una manzanilla para Jaris. Aún le duele la boca por la muela que le quitaron días atrás. Uno de los momentos más divertidos de la velada llega cuando Jaris entona la centenaria ‘Aman doktor’. Sus lamentos son bien sonoros y exagerados. Jaris se da calor en la mandíbula con la mano y aúlla de dolor. Los músicos ríen. También ríen en las mesas de alrededor. Un hombre marca el ritmo de las canciones sacudiendo habilidosa y acompasadamente un rosario. Una mujer se levanta a bailar con Amalia. Dicen que es mejicana.
Christiana, Yorgos, Aggelos…
Pasan las horas y cada vez hay más gente en la mesa central. De hecho, se ha quedado pequeña. Christiana se ha quedado en segundo plano, pero también se anima a cantar. Julien, un francés que toca la guitarra, se suma al corro. Y Zacharias. Y Christian. Y Yorgos. Y Aggelos. Cuando uno sale a fumar, otro ocupa su lugar. La música no para. Tres músicos catalanes entran en el bar, pero se lo miran todo desde la distancia. “Nuestra música no encaja con lo que hacen ellos”, dice uno. “Además, yo toco el violín eléctrico”, añade.
Un grupo de turistas indios entran en el bar y se sientan en la única mesa vacía que quedaba. Son tres hombres y una mujer de Bangalore. Al poco rato, la mujer se anima a cantar. Sin levantarse de la mesa, improvisa una melodía de su país que los griegos escuchan atentamente hasta que, con gran suavidad, intentan acompañarla con buzuki y guitarra. El bar enmudece. A la mujer india se le escapa una lágrima. La mexicana intercede en inglés y explica que los indios quieren ofrecer una canción a los griegos. Tras un breve concilio para decidir alguna que se sepan todos, escogen una que aprendieron en el colegio.
En entornos así se hace evidente que el ser humano necesita cantar.
Bullicio mediterráneo
Vuelve el bullicio mediterráneo al Absenta. Vuelve el rembétiko. Una canción da paso a otra. El repertorio parece infinito. Es la una de la madrugada y el que no tiene el cigarro en los labios (apagado), lo tiene sujeto detrás de la oreja o en mente. En el Absenta no se puede fumar, pero se puede beber. Se profieren bravos y olés guasones. Los indios enseñan a bailar a una griega. Christiana toma la voz cantante y entona versos populares griegos. Dos mujeres del fondo, de nacionalidad aún incierta, acaban de delatarse: ya están cantando.
A la una y media Jaris se retira. El dolor de muela lo tiene martirizado. La terraza está cerrada, pero en el bar sigue la música. Los dedos griegos siguen recorriendo los mástiles de buzukis, ouds, baglamas y guitarras a toda velocidad. Un acordeonista italiano que se había mantenido al margen se suma a la mesa. Se llama Mattia y aún está aprendiendo a tocar rembétiko. Julien, el francés, se crece. El búlgaro sigue cosquilleando el kanonaki. Todos alrededor del rembétiko. Yannis ha vuelto de fumar y canta orgulloso apoyado en la barra.
“Los griegos nos apasionamos mucho con este género. Sigue muy vivo y las letras se adaptan a cualquier situación”, explica Yannis. Salvatore, uno de los dueños del local, le hace una leve señal que indica que es hora de parar. No hay bis porque tampoco hubo lista de repertorio. Son las dos de la madrugada.
Yannis tiene 37 años. Llegó a Barcelona con 26. Apetece imaginarlo en 2056, ya anciano, capitaneando esta compañía de rembétiko y arropado por músicos de todas las edades y procedencias. Mientras llega ese día, camina por las calles vacías del Raval hacia la parada del Nit Bus que lo devolverá a La Floresta.
(Publicat el 6 de novembre de 2016)