El solar como centro de cultura contemporánea
El potencial cultural de ciudades urbanísticamente devastadas durante años como Berlín sería impensable sin el papel que han jugado sus solares. El solar como centro de cultura contemporánea al alcance de cualquier vecino. El solar como vivero de experimentos sin necesidad de escenario. El solar como parapeto frente a la cultura oficial y comercial. El solar como infiltrado operando desde los márgenes, pero en el corazón mismo de la ciudad. El solar como lugar de paso. El solar como caja de sorpresas. El solar como taller de autogestión.
Desde el solar que hay al principio de la calle Vallespir se puede avistar el hotel Barceló Sants, el AC Hotels y, si estiras un poco el cuello, el Godzilla rojo de la entrada del CosmoApartments, metáfora gorilesca de la turistificación que acecha al barrio. Un bus turístico de dos plantas cruza cada cinco minutos el paseo Sant Antoni. Sus pasajeros asoman la cabeza atraídos por la música. Es domingo por la tarde y lo último que esperan encontrar es un concierto de rock epiléptico, estridente y tripolar detrás mismo de la estación de Sants.
Descalzos sobre el asfalto
Los niños que se columpian en el parque contiguo andan más excitados de lo normal. Tres tipos con ropas blancas y descalzos pellizcan sus instrumentos como si no hubiese otro modo de hacerlos sentir vivos. El guitarrista se mueve como un diablillo a punto de encontrar la pócima definitiva. Corretea de un lado a otro, frena, cambia de rumbo, vuelve hacia el micro. El bajista, seis cuerdas y barba de patriarca ortodoxo, se mantiene en su puesto y sin pestañear subraya los constantes parones y acelerones que impiden saber cuándo se ha acabado la canción y toca aplaudir. El batería tiene dos pedales para golpear el bombo con los dos pies. Se rumorea que, en realidad, tiene cuatro piernas y seis manos.
Por su matemática tribal y sus ganas de jugar con los patrones rítmicos y las expectativas melódicas del público, podrían ser los catalanes Za!, pero se llaman Ça, son franceses y se están atizando una gira peninsular con paradas Portugal, Galicia y Extremadura. Su escala dominical es este solar que durante años fue un nido de suciedad y ratas y que en 2013 fue asfaltado y bautizado como El Portal de Sants. Es un espacio de gestión vecinal que acoge charlas, mercadillos y, de vez en cuando, algún concierto. “¡Pero nada parecido a lo que hay hoy aquí!”, exclama un vecino entusiasmado con la traviesa electricidad de Ça. Con un hijo de tres años y otro de tres meses, apenas puede ir ya a conciertos, pero este se lo han montado a cien metros de casa. ¿Cómo se lo iba a perder?
El trío galo no ha aterrizado en este solar por casualidad. Ojalá Estë Mi Bici, colectivo que desde hace una década organiza conciertos al margen del circuito comercial, principalmente en Nou Barris, se ha aliado con la tienda de tatuajes Doble A de Sants para organizar este concierto en su barrio. Un cable salta la valla de alambre, cruza la acera, sube por el bordillo, atraviesa la calle Vallespir y se cuela en el número 23, en el bar La Bauxa. Es el tercer aliado que ha permitido que el concierto cristalice. No solo aporta electricidad a la mesa de sonido, a los instrumentos y a la nevera, sino que también ofrece su lavabo al público.
Nada delimita el límite del escenario. El trío se ha instalado casi en medio del solar. En la pared que les hace de telón de fondo, hay una pintada en apoyo a la okupa Ca La Trava. Los muros, como canal de información y expresión. Hace una tarde estupenda de otoño. Temperatura aún estival y un sol bajo el cual se perciben claramente las caras de asombro. De asombro agradecido. Si algo desvelan conciertos como el de hoy es la gran cantidad de barceloneses que están dispuestos a pararse diez minutos y dejarse sorprender un domingo por la tarde por una música tan esquiva y llamativa. Para eso están los solares.
Negando y carcajadas
Poco a poco se va acercando más gente. Unos llegan a pie. Otros, en bicicleta y se quedan un rato escuchando sin bajar del vehículo. Es fácil distinguir los que saben a qué vienen de los que solo pasaban por ahí, pero si este concierto no se ha programado en un local con precio de entrada es porque la apuesta era justamente esta: que lo pudiese disfrutar cualquier vecino. Ese jubilado con reloj de pulsera plateada no pierde detalle. Dos turistas de rasgos asiáticos se hacen un selfie con el trío detrás. El niño de tres años que se columpiaba en el parque contiguo ha arrastrado a su madre hasta la primera fila del concierto. Ese vecino africano lleva varios minutos boquiabierto y con la cara pegada a la reja de alambre. El camarero del restaurante chino Phi que hay al otro lado de la calle Vallespir se lo está pasando bomba. Niega con la cabeza y se ríe. Niega, niega y ríe a carcajadas.
La música no es algo que sea necesario comprender. Ahora mismo, los franceses han dejado de tocar. De sus gargantas brotan melodías místicas; una especie de canto gregoriano silvestre. Es solo una tregua tras la cual volverán a jugar al gato y al ratón con la partitura, consigo mismos y con el público. Un perro ladra cada vez que Ça dejan de tocar. El técnico de sonido nota un cosquilleo extraño en el tobillo que le desconcentra. Es otro perro. El técnico lleva una camiseta amarilla de Céline Dion con la frase ‘The show must go on’.
En un lateral del solar hay un puesto con camisetas y bocadillos. Al lado, la barra que han montado los del bar La Bauxa. Los franceses cenarán allí mismo mientras toman el no-escenario los catalanes Wapísimo, otros aliados de esta red de apoyos que ha permitido que Ça actúen en Barcelona ante un público amplio y diverso. En cuanto hayan cenado, los franceses volverán a la carga. Esta vez, como cuarteto de perfil electrónico, aún descalzos y vestidos de azul.
Dos focos y una luna
Anochece y tres focos iluminan la escena. Dos están enchufados al cable de La Bauxa. El tercero es la luna, casi llena. Ça son ahora Çub. La mezcla de rítmica electrónica y nocturnidad transforman el ambiente. El concierto cobra aspecto de tímida rave. Pocas se animan a bailar. Siguen llegando curiosos. Una pareja que vuelve de pasar el fin de semana en Tarragona, un contrabajista con su instrumento sobre ruedas, un padre con el hijo a hombros… Ese vecino con bigote y mariconera cruzada no quita ojo al baterista. “¡Es un grande!”, grita. Y en cuanto acabe de tocar lo cubrirá de elogios en un castellano que el músico no entenderá.
A las nueve termina el concierto. Han sido tres horas de música en vivo. Aquí no circulará más dinero que el que decida aportar el público. Un portavoz del colectivo Ojalá Estë Mi Bici ha insistido hasta tres veces: todo el dinero será para los músicos en ruta. La bandeja se llena de monedas, pero caen pocos billetes. Al ser una actuación al aire libre, no había otra que optar por el incierto método de taquilla inversa: que el público aporte lo que quiera y pueda. Todo apunta a que hoy en el solar de Vallespir se habrán tirado más metros de cable que euros.
(Publicat el 28 d’octubre de 2018)