Una gincana de instrumentos
La música en directo ha desaparecido del mapa hasta nuevo aviso. Aunque, no del todo. En el Park Güell resisten como últimos mohicanos cuatro o cinco músicos que amenizan el paseo dominical de los visitantes. Las hordas de turistas ya no colapsan el recinto y acercarse hoy al parque, desestresado tras décadas de permanente saturación, es doblemente placentero: no solo puedes disfrutar de los delirios de Gaudí en un emplazamiento con espléndidas vistas sobre la ciudad, sino que, además, el paseo se convierte en una suerte de gincana sonora por columnas y senderos en la que debes adivinar en qué rincón se esconde cada músico.
Si accedes al Park Güell por la carretera del Carmel, al cruzar la puerta de entrada ya oyes música. Podría ser una grabación, pero no. Alguien toca la guitarra clásica. Pellizca las cuerdas con sobriedad y calidez y el sonido se eleva tímidamente hacia las copas de los pinos. Pero, ¿dónde está el guitarrista? Una escalera de piedra conduce al viaducto superior. Allí, parapetado entre las columnas está Omar con su taburete plegable de plástico y el atril donde expone sus CDs. No necesita partitura. Ha tocado estas piezas mil veces. Esta mañana tiene a una decena de personas sentadas escuchando. No parecen tener prisa. El domingo nadie tiene prisa. Todos aplauden, pero apenas dejan dinero.
Otra escalera en forma de serpiente sube desde el viaducto hasta el camino que circunda la zona más elevada del parque. Allí, apostado bajo un pino está Roy, otro guitarrista. Interpreta ‘Tears in heaven’ para prácticamente nadie porque el suyo es un lugar de paso. Más allá, en dirección a Vallcarca, hay una semiplaza junto un inmenso pino. En este punto solía haber músicos, pero esta mañana no hay nadie. Más abajo, en el viaducto del medio, Manu ha aparcado su saxofón para cantar el universal bolero ‘Quizás, quizás, quizás’. Un hombre se sienta a escuchar. De espaldas, como disimulando. No soltará ni una moneda. “Y así pasan los días / Y yo desesperando / Y tú, tú contestando: / Quizás, quizás, quizás”.
Una sombra de lo que fue
Meses atrás, en el Park Güell sonaban koras, sitares, acordeones, contrabajos, dobros, arpas, violines, balafones, didgeridoos… La mayoría de los casi cuarenta instrumentistas de la Associació de Músics del Park Güell ha dejado de venir. El cuarteto Tablao Sur se ha llevado su taconeo flamenco a otra parte. También huyó el sexteto Microguagua. Ni rastro del hipnótico handpan de David Fractals. O de Jason Jeans, aquel rockero con mallas de leopardo que igual cantaba una de Violent Femmes que graznaba el ‘Surfin’ bird’. Durante años, el parque ha sido un festival al aire libre. Y uno de los más ajetreados y eclécticos de la ciudad, pues sus ocho escenarios simultáneos acogían todo tipo de timbres. Hoy es una sombra de lo que fue. Y eso, los domingos. Entre semana está muerto.
Harto de tocar para nadie, Roy ha bajado al viaducto inferior a conversar con Aksana. Ella toca el címbalo, un instrumento húngaro con el que dibuja melodías percutiendo las cuerdas con dos cucharas. Hace un rato, mientras interpretaba una versión del ‘Unbreak my heart’ de Toni Braxton, tenía una veintena de espectadores embelesados. En cuanto ha terminado la pieza, todos se han esfumado sin apenas soltar monedas. “El parque está muy flojo”, concluye Roy.
¡Sorpresa! Un grupo de turistas sigue a un guía con micrófono injertado a la mascarilla. Son absolutas excepciones. Las manadas de turistas han pasado momentáneamente a la historia. Omar sigue en su puesto. Una joven lleva veinte minutos escuchándole tocar y antes de irse suspira: “Me quedaría todo el día aquí”. Los barceloneses estamos redescubriendo el Park Güell. Omar, también. Por primera vez disfruta tocando en este enclave turístico que con la pandemia ha recuperado el silencio. Los turistas daban más dinero, pero eran demasiados y muy ruidosos. Los locales tenemos tiempo para escuchar pero, por algún motivo, nos falta ese hábito de valorar con dinero la labor del músico callejero.
Omar cree profundamente en su oficio. “Damos una ambientación musical que añade valor cultural a este patrimonio arquitectónico. Damos la oportunidad a la gente de pararse un rato y disfrutar del lugar. Alegramos la mañana a los vecinos que vienen a comer o a pasear”, enumera. Omar tiene 30 años y conoce el parque desde joven. Su padre, Rafi Mora, fue el primer músico que tocó en el Park Güell gracias a un permiso que obtuvo de Parcs i Jardins. Eran otros tiempos. Hoy los músicos viven en la incertidumbre permanente. Han ido renunciando a los enclaves más visibles y se han refugiado en cuatro o cinco en los que la policía les deja trabajar. Y aun así, de vez en cuando les cae alguna multa.
Pasear un domingo por el Park Güell vuelve a ser un lujo para los barceloneses. Cualquiera puede entrar gratis con su carnet de bibliotecas. Sin embargo, cada domingo Omar se plantea si merece la pena volver a tocar la próxima semana. Antes iba casi cada día. Ahora solo los fines de semana. “Si estoy aquí es porque creo en esto. Para mí, ser músico de calle siempre fue un oficio normal”, afirma. Si Omar tira la toalla, la música estará un paso más cerca de desaparecer del Park Güell. Y sin ella, Barcelona morirá un poco más.
(Publicat l’1 de novembre de 2020)