Un africano en Collserola
Es altamente improbable que alguien haya realizado antes una gira con escalas en, atención: Rupià, Figueres, Sabadell, Palafrugell y La Floresta. Pero era aún más inimaginable que el primer músico en trazar tan insólita ruta por Catalunya fuera africano. Estamos en el Casino La Floresta y, en breve, saldrá a escena King Ayisoba, el ghanés que ha revitalizado en su país el sonido ancestral del kologo, un instrumento de dos cuerdas fabricado con calabaza y piel de cabra.
Por ahora, quien ocupa el escenario del patio del casino es Ell Sol, alias del músico de Sabadell Joan Mena a quien, para abreviar, podríamos describir como lo que le hubiese pasado a Pau Riba si, en lugar de perderse en Ibiza, se hubiese encontrado en Ghana. “El ritme que balla el poble / El poble que balla el ritme”, canta con nervio hipnotizador, mientras pulsa las cuerdas de su kologo. Ell Sol no solo es el telonero de esta gira; también es el chófer que conduce a los músicos por las carreteras secundarias del Empordà y el Vallès Occidental.
La vía del tren pasa justo por debajo del casino. El patio está rodeado por un pasillo de columnas de dos pisos y todo lo que alcanza la vista es bosque y más bosque. Este es el pequeño Shangri-La perdido en la sierra de Collserola que el President Companys inauguró en 1933. Precisamente Riba fue uno de los habituales del casino en los años 70, cuando La Floresta era una madriguera de hippies, okupas y asiduos al Zeleste. Aquí actuó Sisa, la Orquestra Platería, Gato Pérez, Veneno y hasta la alemana Nico. En los años 80 llegó la degradación y el cierre. El casino no reabriría hasta 2010, transformado ya en centro cívico.
Tejiendo con el hilo rojo
El público de La Floresta va llegando al local. Sorprende la cantidad de niños y niñas que corretean por los pasillos, por el patio, por el jardín y hasta por detrás del escenario. Explicación: este concierto es el acto de fin de temporada de un grupo de crianza que se reúne en una de las salas del centro cívico. Además, lo ha gestionado El Hilo Rojo-Mujeres Creando, asociación local que reflexiona y trabaja sobre los aspectos menos visibles de la perspectiva de género.
Esto no es un concierto montado por un promotor que busca un espacio agradable para ubicar a su artista en gira, sino la alianza entre el promotor (en este caso, el colectivo Finis Africae) y una entidad local con interés en acoger el concierto. Resulta que Lorena de Gregorio, una de las impulsoras de El Hilo Rojo es fan de King Ayisoba y ha movido todo lo movible para que el ghanés cante en el casino. Por supuesto, ha hecho correr la voz entre los vecinos. Y se nota. La mayoría del público es del pueblo. El ambiente es familiar y festivo. La cerveza artesana es local: La Florestina. No hay birra industrial ni Coca-Cola. Lo más parecido es Flor de Llibertat, un refresco de hibisco, jengibre y estevia.
King Ayisoba ya está listo, pero antes, uno de sus músicos, Ayuune Sule, saldrá a cantar una canción; una sola canción para romper varios estereotipos sobre las culturas africanas. Se titula ‘What a man can do a woman can do more better’ y parece compuesta en honor a las mujeres de El Hilo Rojo, ya que con ella resalta y defiende el protagonismo de la mujeres en la sociedad.
Kologo, sinyaka, guluku, dundun y dorgo
Cuando por fin sale King Ayisoba y su banda, la estampa es de aquellas que cuesta de olvidar. A su izquierda, Ayuune sacude la sinyaka, una especie de sandía ligera que suena como una maraca gigante. Tras él, un percusionista golpea con un palo el guluku (u tambor de tamaño mediano que se sujeta bajo el brazo) y otro percute del dundun (más parecido a un djembé). A su derecha, un cuarto músico sopla el dorgo, una suerte de flauta travesera rústica y gruesa que suena como un cuerno-tubería. Todos visten ropajes coloridos y sandalias de fabricación casera. Algunos lucen capas hechas con piel de animal.
Los cinco músicos, con el imponente edificio rehabilitado a sus espaldas, multiplican el impacto de una música que no tardará nada en desentumecer los músculos del personal. El público guarda los cinco metros de cortesía frente al escenario, pero a los pocos minutos no queda nadie sin mover el cucu. Lorena lanza un potente silbido que atraviesa el patio, el edificio del casino, la sierra de Collserola, el desierto del Sáhara y resuena en Bongo, pueblo natal de Ayisoba.
Un niño escapa de sus amigas, pero mientras las mantiene a raya aprovecha para inventarse unos bailes africanos. No se lo plantea; simplemente, no puede evitarlo. Lo mismo le ocurre a la niña de la espada de juguete. El ritmo la atrae. La mayoría de menores han venido a corretear y a jugar al escondite por el jardín y las columnas, pero muchos, cuando paran para respirar, fijan la mirada en el escenario y se quedan fascinados por la vestimenta, los movimientos y la música que generan estos cinco músicos venidos del África subsahariana.
La banda toca ‘I want to see my father’, canción cuyo título va a la contra del 90% de canciones de ansiedad adolescente que haya aportado el rock. La voz del rey Ayisoba es un espectáculo; las voces, cabría decir. Una es normal, pero la segunda es más enérgica y áspera. Canta como si estuviese poseído por otro Ayisoba. “No utiliza ningún filtro vocal”, asegura el técnico de sonido holandés que les acompaña. “Tiene más de dos voces y nunca sé cuál tengo que comprimir”, suelta entre risas. Junto a la mesa de sonido, Joan supervisa el puesto de merchandising. La banda trae discos que jamás han circulado por Europa, pero también canastos de mimbre y crema facial fabricada de Ghana.
Bailar descalzos es bailar
En distintos puntos del patio, han brotado en el cemento unos extraños cogollos multicolor. No es vegetación silvestre. Son montoncitos de calzado y bolsos que la gente abandona. Buena parte del público baila descalzo. Bailar descalzo es bailar; es bailar. Ayisoba anuncia que el concierto está tocando a su fin y Lorena aprovecha para explicar el significado del término taquilla inversa. Unas 150 personas están disfrutando de la música, pero nadie ha pagado por entrar. Aun así, será el concierto más rentable económicamente de la gira. Antes de que la banda vuelva a hacer un bis, un niño que acaba de aprender a caminar se lanza a por el dundun que han dejado en el escenario e intenta golpearlo.
Son las diez de la noche. El concierto ya ha acabado, pero se está tan bien que nadie quiere volver a casa. En muchos pueblos y ciudades hay escenarios como este. Tan agradables, que la gente prefiere quedarse aunque ya no suene la música.
(Publicat el 25 de maig de 2017)