¡Yo nunca dije que esto no es música!
“¿Qué estamos construyendo?”, pregunta la profesora. “¡Un laptop!”, grita una alumna, como si acabase de cantar bingo. “¡Un acustic laptop!”, le corrige un compañero desde el fondo de la clase. Así es. Los alumnos de Primero de ESO del Institut Vall d’Hebron llevan varias semanas decorando una caja de madera con clavos, espirales de alambre, agujas de colores, sensores y cables. Hoy es el día clave. Hoy conectarán los cacharros a unos altavoces y… tal vez suenen.
La profesora no es una profesora. Es la artista sonora Agnès Pe. Desde octubre, cada semana va al instituto con un objetivo: borrarles de la cabeza sus ideas preconcebidas sobre qué es y qué no es música. Un miércoles les pone los 4’33 minutos de silencio de John Cage y exclaman: “¡Aquí no suena nada!”. O les tortura con las tormentas de ruido del japonés Merzbow y estallan: “¡Esto no es música!”. Otro miércoles salen a la calle a grabar sonidos ambiente con sus móviles y a crear ritmos percutiendo unas vallas de obra con un palo. Otro miércoles dibujan el sonido con burbujas. Otro miércoles solidifican el sonido.
Tan inusual programa forma parte del proyecto Creadors En Residència impulsado por el Institut de Cultura y el Consorci d’Educació y que desde hace una década introduce el arte contemporáneo en los espacios de docencia para generar espacios de aprendizaje mutuo. Porque en estas clases no solo crecen los adolescentes. También los artistas deben aprender a maniobrar en función de la reacción del alumnado y reflexionar sobre su obra. Un día estos perlas de 12 años le soltaron: “¿Por qué siempre hacemos cosas que nadie hace?”. Y la profe se quedó clavada. Este fin de semana Agnès ha actuado en el prestigioso festival inglés de electrónica BangFace, pero trabajar con alumnos también le entusiasma. “Los voy a echar mucho de menos cuando acabe el curso”, afirma.
Estaño, soldador y martillo
“Necesito dos voluntarios”, pide Agnès. Y levantan la mano ocho, la mitad de la clase. El aula es un gallinero. Para bien y para mal, ningún alumno quiere estar quieto. “¡Yo! ¡Que así me calmo!”, suplica el cuentista de Alejandro. Su misión será llevar la bolsa de cables al laboratorio. Allí les esperan las pistolas de cola, los soldadores, el estaño y el martillo. Todo esto forma parte de la asignatura de Plástica y Visual que imparte a profesora Laura Murillo, pero al conseguir que su instituto sea uno de los veinticuatro en los que se han instalado artistas de danza, poesía, videoarte, dramaturgia, circo, performance y las artes plásticas, Laura cede el timón a Agnès, que usa la música como vehículo para generar en los jóvenes una mirada crítica respecto al arte y desarrollar sus propios impulsos creativos.
Alex, Cristian y Kevin se han hecho fuertes con la mesa de mezclas y los altavoces. Manipulando la botonera, han descubierto que pueden aumentar el volumen de los acoples que provocan los cables a medio conectar. No tardarán en hacerlo saber al resto de clase. Más volumen. Más distorsión. Más agudos. Más escándalo. “¡Esto parece un terremoto!”, suelta Álex. Sin saber muy bien cómo, el ruido cobra aspecto rítmico. Cristian se está sacando de la manga una sesión de discjockey asesino. “¿Tú no decíais que esto no es música?”, le afea Laura, levemente entusiasmada al ver cómo los chavales empiezan a encontrar sus propios caminos sin que nadie se los marque. “¡Yo nunca he dicho eso!”, replica Cristian, que en estos momentos ya se siente el mismísimo Marshmello.
En otro rincón del taller, varias alumnas pierden el miedo al soldador y el estaño. Anastasia amartilla su caja de madera para fijar los clavos alrededor de los cuales colocará varias gomas elásticas. Serán la guinda del ‘laptop’ acústico que ha construido con Melanie y que, más allá de cómo suene, ya es una pieza artística en sí: con sus agujas de colores, sus espirales de distintos grosores, sus elementos decorativos… No todos los alumnos están concentrados. Esas gomas pueden convertirse en armas de ataque. Esa percha de madera podría ser un arco con el que disparar flechas invisibles. Ese espejo podría servir para hacerse una foto con el móvil. El cóctel de aburrimiento y hormonas es letal.
Agnès va de un lado a otro con la disciplina de quien sabe que tienen que echar el resto en estas dos horas de clase y una paciencia a prueba de bomba, buscando dónde ser más útil. Ahora sierra una madera. Ahora ayuda a taladrar una caja para introducir una alcayata. Ahora aconseja fijar esa otra con más cola. No todos los alumnos están tan interesados por las propuestas de Agnès. Aún no son conscientes de la suerte que tienen de no estar sentados frente a un profesor que les obliga a memorizar la fecha de nacimiento de Beethoven.
Potenciómetros, filtros y ecualizadores
Es hora de conectar la caja de Damaris. Al pellizcar las gomas elásticas genera un ruido similar al que debió abrumar al primer guitarrista que enchufó su instrumento a la red eléctrica. ¡Pero espera! Girando los potenciómetros, filtros y ecualizadores y subiendo a tope el fader, ese sonido podría ser más potente. Y aquí nadie se va a quejar. Más ruido hacen las obras de la calle o las sillas que arrastran por la clase. Ningún alumno han caído aún en la cuenta de que con estas cajas de infinitas posibilidades sónicas podrían hasta tocar esos ritmos reggaetónicos que tanto les gustan. Todo se andará.
“¡Esta caja es una mierda!”, escupe Judith, al comprobar que su ‘laptop’ no suena. La paciencia no es una virtud demasiado extendida en estas edades. Pero entonces Jessi, gira uno de los botones de la mesa de mezclas y la caja empieza a emitir extraños sonidos. Otra caja lista para matricular. Anastasia lleva un rato con la mirada perdida. Tal vez esté maquinando algo más podría hacer con precioso su ‘laptop’ acústico. En mayo toda la clase de 1º de ESO del Institut Vall d’Hebrón ofrecerá una actuación en el Espai Jove Boca Nord.
(Publicat el 17 de març de 2019)