Cómo resucitar una plaza
“Durante el confinamiento, pensaba: lo que tendrían que hacer es contratar a todos los músicos locales y que saliesen a tocar a las plazas del barrio. Pero, claro, yo no sabía ni a quién tendría que planteárselo. Y un día de verano, cuando acabó el confinamiento, salí a pasear por el parque, llegué hasta la fuente y me dije: aunque sea solo, yo tengo que venir a tocar aquí algún día”. Quien habla es Josemi Moraleda, contrabajista de La Vella Dixieland y profesor de música en la Escola Pausa del barrio de Font d’En Fargues. Y la fuente a la que se refiere está en el Parc del Guinardó, justo en la frontera con el barrio del Carmel.
Josemi consumó su plan en agosto. Todos los martes y jueves quedó con varios amigos junto a la fuente. Era una forma de verse, practicar y, ya de paso, amenizar el paseo vespertino de sus vecinos. Y, una alegría para los mosquitos, que los acribillaban sin piedad. Desde que cerró el restaurante, la plaza de la Font d’en Fargues quedó abandonada y ha perdido todo su atractivo. Sin iluminación y sin asfaltar, hoy es un destartalado y sucio solar. Ni rastro de los bancos, los columpios y las mesas de pícnic que lo convirtieron en idílico merendero con privilegiadas vistas. Hace años que el vecindario exige su rehabilitación.
Éxito de convocatoria sin convocatoria
Con la llegada del otoño, las jams jazzísticas se han trasladado al domingo por la mañana. Y con la prohibición de toda actividad cultural decretada por la Generalitat, han cobrado un aire de reunión furtiva. Por eso, el mensaje que Josemi lanzó en Instagram el otro sábado iba cifrado: “Demà a les 12 trec a passejar el violí a la Font d’en Fargues. Tu ja m’entens…”. No era una convocatoria formal. Y aún así, se asomó una docena de músicos: del Guinardó y de otros barrios, profesionales y aficionados, adolescentes y al borde de la tercera edad. También aparecieron varias bailarinas de swing y muchos paseantes; todos enmascarillados y distanciados instintivamente por grupos de convivencia.
Núria dirige la Escola Pausa y rasgando el ukebanjo olvidó un poco el enfado que llevaba por el cierre forzado de las escuelas de música. La batería de Felipe constaba solo de la caja y media pandereta fijada al pie izquierdo. Paco conectó su guitarra eléctrica a un miniamplificador de un palmo. Los dos jóvenes con saxo y trompeta, Lola y Gerard, eran sus hijos. Josemi conoció hace un mes a Jacob, el del contrabajo, y a Begoña, la del ukelele, en las jams del Parc de la Ciutadella. Sami es profesor de trompeta en Pausa. Benoit es saxofonista en La Vella Dixieland. Vicenç toca en banjo en la Free Time Band, un combo de jazz de adultos del casal del barrio. ¿Y ese tipo con barretina que pulsa un contrabajo artesanal de una sola cuerda fabricado con un gigantesco baúl de madera? Es Rob, un inglés que regenta una tienda de mascotas. Un día pasaba por la fuente, oyó música y se sumó al festín. Contrabalde, llaman al instrumento.
No siempre se juntan tantísimos músicos, pero lo del otro domingo fue para no olvidar. Un joven aplaudía sin soltar la correa con la que sujetaba a su perro. Un matrimonio seguía el ritmo con las palmas. Un bebé bajó del cochecito y agitó brazos y piernas en lo que podía ser su primer baile. Las swingeras no pararon en toda la mañana. Una niña se sentó a pintar junto al combo. Un tipo calcado a Larry David no paraba de hacer fotos. Un paisano del Carmel que andaba pensativo se quedó clavado frente a los músicos. Algunos vecinos ni siquiera se detenían, pero reducían levemente el paso cuando oían la música para interiorizar el compás y superar los últimos metros de subida impulsados por aquel ritmo regalado. Una runner dio su jornada deportiva por concluida y se quedó también a escuchar. Un elefante pintado en el muro bailaba feliz al son de ‘Joe Avery blues’.
Y Josemi, enamorado del jazz más participativo y menos técnico, del más integrador y menos intelectual, estaba en su salsa: sugiriendo a Begoña que cantase ‘Autumn leaves’ y a Gerard, que improvisase con la trompeta. Y el joven aceptó el reto y enlazó una cadena de notas con timidez y seguridad, como quien sube a pulso una cuerda. Ya en lo alto, Josemi lo recibió con un solo de violín. Poco después, Benoit se marcó uno de trompeta sin trompeta; trompeteando con la boca. Y Rob, otro de kazoo. Y así pasaron la mañana: intercambiando ritmos caribeños, romances rusos y canciones de funeral. La jornada concluyó, cómo no, con el impepinable ‘When the saints go marchin’ in’.
Botellón dixie
Hace un siglo esta jam de la presunta Font d’en Fargues Jazz Band sería considerado un botellón dixie: gente que se reúne para disfrutar de la música y a charlar. Pero, sin moverse de esta plaza moribunda, el combo ha logrado expandir el jazz por todo el vecindario. Uno no sabe si lo que están organizando es un concierto clandestino, una clase de música al aire libre, un regalo para el barrio o todo a la vez. Lo único indiscutible es que hacía años que esta plaza no presentaba tan buen aspecto.
Josemi ha ido articulando un discurso alrededor de estos encuentros que nacieron como un alivio personal y están amenizando los paseos dominicales de sus vecinos. “Tienen una dimensión reivindicativa: soy músico, quiero tocar y, en el fondo, me estoy manifestando. También hay una dimensión deportiva porque ensayar en casa no es suficiente para el músico: necesitas tocar con otra gente para estar en forma. Una tercera es la dimensión religiosa: estos días se permiten los oficios religiosos, pero no los culturales. Y la cultura puede ser mi religión”, reclama, con un reparo casi atávico. Pero medita y añade: “La religión no deja de ser una necesidad espiritual. Cada cual sabe lo que necesita emocional y espiritualmente para seguir adelante. Y la música tiene esa dimensión espiritual”.
(Publicat el 8 de novembre de 2020)
Fotografies: Martí Fradera